Miguel Hernández: métrica del hombre; anatomía del verso

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Han pasado casi 75 años. Según parece, tres cuartos de siglo aún no es tiempo suficiente si hablamos de cicatrizar heridas de ayer, algunas de las cuales hoy todavía nos duelen. Probablemente pasarán otros tantos, antes de empezar a olvidar los rencores de una guerra donde participaron nuestros mayores y cuyas consecuencias más directas heredaron sus hijos, nuestros padres. Quizá, 75 años más sigan siendo pocos.

Hablar de la Guerra Civil española no es sencillo, ni cómodo. Da igual cómo se aborde el tema: sea de forma seria o un poco por encima, de pasada, levantará polémica en cualquier caso. Quedan cabos sueltos, medias verdades, historias sin nombre e injusticias que piden su turno, a voces a pesar del silencio, para salir a la luz.

A los que nacieron durante la llegada del hombre a la Luna, o fueron concebidos con la euforia del momento aquel verano del 69, a esos mismos que crecieron mientras las playas se llenaban de suecas, alemanas e ingleses, durante el Torremolinos de los 60 y 70; pero sobre todo a los que llegaron después, tras el 20N, el sí del pueblo a la democracia, la Constitución del 78 y el 23F, solo les hablaron de las cosas “feas”: el miedo, los “grises”, la represión y el exilio, las cartillas de racionamiento, el hambre y la miseria, la devaluación de la peseta, la Batalla del Ebro y el bombardeo de Guernica. Incluso a los que llegamos tarde pero a tiempo, mientras caía el muro de Berlín y se disolvía la Unión Soviética, nadie nos contó que la Guerra Civil también fue una época donde los que supieron rimar la vida dejaron testimonio en verso de aquellos años. Antonio y Manuel Machado, Federico García Lorca, Vicente Aleixandre, Rafael Alberti, Luis Cernuda o Juan Ramón Jiménez son solo algunos ejemplos, entre los que se encontraba Miguel Hernández. Las cosas que parecían merecer la pena dejaron que las descubriésemos por nuestra cuenta… cuando fuese el momento adecuado.
En Orihuela, Alicante, a 30 de octubre de 1910, era alumbrado un muchacho de familia humilde, de campo y dedicada al ganado. Una profesión que le haría ganarse el apodo de “poeta pastor”.
Alumbrado. Quédense con esa palabra porque de aquí en adelante, desde finales de octubre de 1910, Miguel Hernández Gilabert no sería otra cosa que una luz incandescente cuyo resplandor ha llegado a nuestros días. El primero en darse cuenta fue Pablo Neruda. A la muerte de su amigo, el poeta chileno escribiría algo que podría considerarse la definición de la palabra alumbrar en todas sus acepciones:

“Recordar a Miguel Hernández, que desapareció en la oscuridad, y recordarlo a plena luz, es un deber de España, un deber de amor. Pocos poetas tan generosos y luminosos como el muchachón de Orihuela cuya estatua se levantará algún día entre los azahares de su dormida tierra. No tenía Miguel la luz cenital del Sur como los poetas rectilíneos de Andalucía sino una luz de tierra, de mañana pedregosa, luz espesa de panal despertando. Con esta materia dura como el oro, viva como la sangre, trazó su poesía duradera. ¡Y este fue el hombre que aquel momento de España desterró a la sombra! ¡os toca ahora y siempre sacarlo de su cárcel mortal, iluminarlo con su valentía y su martirio, enseñarlo como ejemplo de corazón purísimo! ¡Darle la luz! ¡Dársela a golpes de recuerdo, a paletadas de claridad que lo revelen, arcángel de una gloria terrestre que cayó en la noche armado con la espada de la luz!”

Una persona luminosa, iluminada, que reflejaba el sol del campo y sus olores. Alguien capaz de llenar de claridad y alumbrar el sendero más oscuro. Luz y esperanza.

La primera vez que nos cruzamos, me pregunté quién era aquel señor que salía fotografiado casi siempre con el gesto serio, formal, y los ojos bien abiertos para no perderse nada. Ese afán por estar atento a cuanto lo rodeaba despertó su curiosidad a la hora de aprender. Su padre, de nombre también Miguel, le brindó desde niño la oportunidad de acercarse a las letras. Resulta paradójico que fuese su progenitor quien pusiese los cimientos, pues no estaba de acuerdo en que su hijo se dedicase a la poesía y sin embargo no le negó la educación. El único motivo de la escolarización era evitar el analfabetismo, enseñar al niño a leer y escribir, sin apartarlo de la que debería ser su vocación: el pastoreo. Pero la vida, indecisa y caprichosa, siempre empeñada en llevar la contraria, instó al pequeño Miguel a aprovechar lo que le estaban regalando. Durante cuatro años acudió a una escuela cercana a su domicilio perteneciente a las Escuelas del Ave María, institución fundada por Andrés Manjón. En un aula improvisada al aire libre fue instruido junto a hijos de obreros, gitanos y pobres. Al raso, sin perder ese contacto con la naturaleza que lo guiaría desde la cuna, destacó por encima de sus compañeros y llamó la atención de los jesuitas. Fue así como logró una beca para continuar sus estudios en el colegio Santo Domingo de Orihuela, donde acudían los hijos de las familias más importantes o quienes podían costear el precio de aquella educación.

La necesidad impidió que siguiese acudiendo a la escuela. Sin otra alternativa que volver al campo para ayudar a su familia, no tuvo más remedio que aprender por su cuenta. Durante mucho tiempo leyó cuanto caía en sus manos siempre que tuviera un momento. Incluso en las salidas al monte para cuidar de las cabras llevaba un libro consigo. Hasta que un día, después de muchas letras, por fin sintió un impulso, un fogonazo, un por qué no lo hago yo. Ese escalofrío que le recorrió las venas convirtió las imágenes de sus ojos en versos. Verlo ya no era suficiente, sentía la obligación de sacarlo de allí, compartirlo, contarlo, escribirlo para quien no tuviese la suerte de vivir su rutina diaria.

A sus primeras composiciones se pegó el rocío de la mañana, el tañer de las campanas, el aire de la sierra y los brincos de los cabritillos. En papel de estraza sembró lo que germinaría igual que trigo: un torrente de vida, agua que fluye entre los riscos. Sus palabras volaron como los pájaros; florecieron como almendros. El año 1930 aparecían sus versos, impresos por vez primera, en el diario El pueblo de Orihuela. Tres años después, se editaría su primer libro: Perito en lunas.

Orihuela se quedó pequeña y Miguel decidió buscarse la vida en Madrid. En la capital puso en práctica lo que siempre se aprende en la escuela: quien encuentra un amigo, encuentra un tesoro. Pero más cierto es que los amigos de la infancia, pase lo que pase, son para siempre. José Marín Gutiérrez, más conocido como Ramón Sijé, tuvo oportunidad de escudar al pastorcillo como fiel compañero de batalla. Los viajes de Miguel, la distancia, nuevos conocidos y la vida en la ciudad, sin embargo, moldearon la mentalidad del poeta y ambos acabaron perdiendo el contacto casi por completo.

La nochebuena de 1935 moriría Ramón Sijé. Miguel lloraría la muerte de aquel hermano como la suya propia. Y siento más tu muerte que mi vida, le escribiría a su compañero del alma. La Elegía a Ramón Sijé, publicada en 1936 y recogida dentro del segundo poemario de Miguel Hernández titulado El rayo que no cesa, se convertiría en una de las composiciones que más destacarían entre el resto de poemas de tema amoroso que recogía el libro. Es posible que fuese otra forma de amor; aquellos versos serán una de las composiciones más logradas del poeta de Orihuela, fruto del dolor que engendra la despedida de quien nunca podrá decir adiós a un amigo. No era, ni más ni menos, que la llamada desesperada del que tiene que contar muchas cosas y se le ha acabado el tiempo al que tiene que escuchar. No obstante, aquel lamento lírico devolvería el protagonismo a Ramón Sijé y mitificaría la relación entre él y Miguel hasta convertirla en un recurso literario, en poesía.

A su íntimo amigo de patio de colegio se uniría más adelante la amistad inquebrantable que forjó con Pablo Neruda, primero, y Vicente Aleixandre, después. Sin embargo, aunque se relacionó con muchas personas importantes del mundo de las letras, no todos los intelectuales lo trataron como a un igual. Federico García Lorca, por ejemplo, nunca lo soportó y el sentimiento se le contagió a Miguel. El poeta de Orihuela volvió a demostrar una vez más su humildad cuando, a la muerte de García Lorca, le dedicó una elegía. Era su forma de decir no te guardo rencor, a pesar de los roces que en el pasado podrían haber tenido.

El 18 de julio de 1936, el fracaso del alzamiento del bando nacional daba lugar al comienzo de la Guerra Civil. Dos meses después, a mediados de septiembre, Miguel Hernández se alistaba como voluntario en Madrid del lado del bando republicano. Josefina Manresa, por aquel entonces novia de Miguel, no entendía qué incitaba al poeta a participar en la guerra. Él le explicaría que lo hacía por sus hijos y por todos los hijos que después tuviesen que venir. El resto de palabras que recogía su carta muy pronto se desprenderían en el frente. No tardaría en dejar el trabajo de campo para combatir con el arma que mejor empuñaba: arengó a cuantos lo rodeaban, disparando versos para llenarlos de ánimo y que sus palabras les diesen a quemarropa, les traspasasen la piel e hiriesen de muerte a sus compañeros, en plena batalla campal o en mitad de un bombardeo. Viento del pueblo. Poesía en la guerra (1937) recoge la poesía bélica que recitó Miguel en el frente en un primer momento. Comprometido con lo que ocurría en España, Miguel creía firmemente que el frente era el lugar que debía ocupar. Más adelante del poemario de guerra se publicaría otro, El hombre acecha. Prohibido y perseguido por la censura del Régimen una vez concluida la guerra, solo dos ejemplares salvaron sus páginas por muy poco. Entre las hojas de aquel poemario quedaría escrita otra de las composiciones más sinceras de Miguel Hernández. Había combatido para la libertad, esa palabra que, por unas causas u otras, tan de moda está en cualquier época histórica. Para la libertad sangro, lucho, pervivo.

Partió de Orihuela en dirección a Portugal en abril del 1939. Tenía muy poco que perder porque era casi nada lo que llevaba en los bolsillos. Necesitado de dinero, se decidió a malvender un reloj que Vicente Aleixandre le había entregado como regalo de bodas. El comprador sospechó que aquel reloj no era suyo y lo denunció. Desde primeros de mayo, Miguel Hernández viviría de presidio en presidio, en aparente deuda con la justicia. De la cárcel de Sevilla, sería trasladado a Madrid y más tarde, en septiembre del 39, puesto en libertad. Hay quien afirma que salió a la calle por un error burocrático y quien asegura que fue por las gestiones que había realizado Neruda.

Desatendiendo los consejos y súplicas de quienes más lo querían, viajó a Cox (Alicante) para ver a esa mujer que solo comía pan y cebolla y al niño al que compuso la nana, en lugar de esconderse o dejar el país. Detenido de nuevo en Orihuela, trasladado otra vez a Madrid, sería condenado a pena de muerte en el año 1940, pero se le conmutaría la pena por treinta años y un día. El delito del que se le acusaba era adhesión a la rebelión militar, como a tantos otros. A continuación pasó por las prisiones de Palencia y por el Penal de Ocaña, en Toledo. Finalmente, en 1941 acabaría en Alicante. Allí, su salud se quebró y enfermó gravemente de tuberculosis.

Llegado el final, cuando intentaron apagarle la vida y pasó sus días entre cuatro paredes, comprobaría que también es cierto que hay que tener conocidos hasta en el infierno. En las circunstancias más difíciles es cuando afloran los amigos de verdad, los que salen de entre las piedras para dar la vida por ti, pero no todos son bien recibidos. Su hasta entonces amigo José María de Cossío lo visitaría en el penal de Ocaña, con la compañía de Dionisio Ridruejo. Aquella visita no sería del agrado de Miguel, el motivo no era otro que rogar al poeta su colaboración con el Régimen para lograr así su indulto. La respuesta de Miguel fue sencilla y dejó claro que no pensaba venderse a nadie. No fue la única visita que el poeta recibió. Amigos y conocidos se prestaron a echarle una mano, pero él no quería favores de nadie; más que nada, porque no entendía para qué debía necesitarlos si no era justo que estuviese allí encerrado.

A finales del marzo de 1942, la madrugada del día 28, la luz aún latente en ese cuerpo casi sin vida se consumiría. El boca a boca se ocuparía de comunicar la noticia de la muerte del poeta. Desde ese día, Miguel pervive. Sobre su muerte son numerosas las cosas que se cuentan; algunas, quizá, fruto de ese proceso de ornamentación que deja a su paso la comunicación oral. ¿Qué buen amigo no ensalza la amistad de aquel que se va y repite las anécdotas que vivió con él? Miguel Hernández lo había hecho con Ramón Sijé y hasta con García Lorca. No obstante, entre todas esas leyendas que rodean a la muerte del poeta, sí merece la pena mencionar que no pudieron cerrarle los ojos cuando expiró. Aún seguía sin querer perderse nada. ¿Esperaba a Josefina para verla por última vez?

“Mis ojos, sin tus ojos, no son ojos, que son dos hormigueros solitarios”.

Si me lo permiten, me quedo con un poema del inacabado Cancionero y romancero de ausencias. Miguel Hernández, amigo, amante y marido, soldado, poeta y pastor, resumió en los versos que siguen a este párrafo el vacío de la guerra, el luchar para nada, el hueco que deja el amor. Aún te debo un par de promesas (más adelante, esperemos). De momento, confórmate con mi gratitud; conseguí con tus versos mis primeros besos quinceañeros. Ella, como Josefina, también moría de casta y de sencilla. En el amor, como en la guerra, todo vale.

Tristes guerras
si no es amor la empresa.
Tristes, tristes.
Tristes armas si no son las palabras. Tristes, tristes.
Tristes hombres si no mueren de amores. Tristes, tristes.

Para saber más:

Férris, J.L.; Miguel Hernández. Pasiones, cárceles y muerte de un poeta.; Temas de Hoy; Madrid, 2010.

Documental con motivo del centenario del nacimiento de Miguel Hernández (2010).

Programa radiofónico con motivo del centenario del nacimiento del poeta de Orihuela (2010).

Fuente: http://www.jotdown.es/2012/12/miguel-hernandez-metrica-del-hombre-anatomia-del-verso/

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